18 de enero de 2014

La diferencia


“Nunca es triste la verdad, lo que no tiene es remedio”. Sinceramente tuyo. Joan Manuel Serrat.


Algunas personas tenemos una cierta fascinación por canciones que se podrían catalogar como “canciones de ardidos”: canciones en las que se enaltece el sufrimiento que produce el desamor de una mujer.


Creo que hay de dos sopas: o estás enamorado de una mujer que no tiene ni la más remota intención de estar contigo, o, la novia o esposa o amante que tuviste, te abandonó. No importa por qué o por quién, simplemente te dejó.


No sé que tienen éstas canciones, porque no necesitas encontrarte en una de estas sufridoras situaciones para que te den ganas de entonar, a veces a todo pulmón, la letra de la canción en cuestión. Quién, por más felizmente casado que se pueda encontrar, puede resistirse a entonar, incluso cerrando los ojos: “me cansé de decirle, que yo sin ella, de pena muero…”, o: “hoy quiero saborear mi dolor, no pido compasión ni piedad, la historia de este amor se escribió, para la eternidad”. Es irresistible.


Una de las grandes “canciones de ardidos”, es La diferencia de Juan Gabriel; por cierto, poseedor de algunas de las más notables. El argumento del tema es: que a diferencia tuya, que eres egoísta y malvada; si los papeles se invirtieran, y tú me quisieras tanto como yo te quiero a ti, yo a ti, sí te amaría. Así de simple. Porque yo no soy malvado como tú.


La diferencia se ubica en la primer categoría, o sea, la de: estás enamorado de una mujer que no tiene ni la más remota intención de estar contigo. Y comienza lapidaria: Aunque malgastes el tiempo sin mi cariño, y aunque desprecies este amor que yo te ofrezco, aunque no quieras pronunciar mi humilde nombre, de cualquier modo, yo te seguiré queriendo.


Luego continúa más comprensivo: Si no me quieres tú, yo lo comprendo; perfectamente sé que no nací yo para ti, pero qué puedo hacer si ya te quiero.


Para finalizar contundente: La diferencia entre tú y yo, sería corazón, que yo en tu lugar, sí te amaría.


A lo largo de la canción, se redunda sobre todo el amor que yo siento por ti, y en que soy consciente de que tú no me amas, ni lo harás. En otras palabras, pondera las cualidades amorosas de quien la canta, un amante casi perfecto, contra el desprecio e ingratitud de la amada. La tonta amada que no valora tanto amor.


A mí, debo aclararlo (bueno, para quien no me conoce), me gustan mucho algunas canciones de Juan Gabriel, y ésta en particular, es una de mis favoritas. Pero todo este argumento heroico de la canción se viene abajo, se desploma en un instante, cuando escuchas Creep, de Radiohead. Se desmorona por completo.


I wish I was special, you're so fucking special. But I'm a creep, I'm a weirdo, what the hell am I doing here?: I don't belong here: Si soy sincero, sólo puedo decir que junto a ti soy una porquería, un desecho de persona. En qué chingados estoy pensando, para creer que tú podrías querer a alguien tan patético como yo. Tan común y simple como yo.


I don't care if it hurts, I want to have control, I want a perfect body, I want a perfect soul; y de verdad que me gustaría, además de un cuerpo perfecto, un alma perfecta, y tantas cosas más. Cosas que no tengo y que me encantaría tener para poder aspirar a que tú “te dieras cuenta cuando no estoy”. Creo que no hay que decir más. Es un himno masoquista impresionante.


Y ahí se encuentra la gran diferencia. El abismo que existe entre ambas posturas. La dolorosa verdad, contra la gran utopía. La realidad contrapuesta al deseo. Saber que el monstruo que se esconde detrás de mi sonrisa opaca al gran amante que también puedo ser. Saber que soy quien soy, y tú eres quien eres. Tan diferentes los dos.



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15 de enero de 2014

Un relato de Gavrí Akhenazi

La señora Nmunguê


Había leído acerca de la señora Nmunguê en los escritos del Comandante e inmediatamente había sentido una necesidad alterada por conocerla en persona y no a través de aquellas percepciones con las que en la letra se moldeaba el retrato.

Todas las tardes pensaba en “la mujer de caderas robustas como mesas con pan”, que albergaba en su casa a niños soldado rescatados, porque así ella había perdido a sus hijos propios: como niños soldado muertos.

Ahora, todos los niños soldado que manos diversas quitaban al infierno, eran sus hijos “y esta ancha matriarca poderosa que sonríe como ese hada madrina que precisa todo cuento triste, está aquí para devolver vida a tanto corazón de pájaro aturdido”.

A Paloma las descripciones del Comandante sobre el entorno en que se movían le parecían un mapa. 

Ella, entonces, las usaba como brújula para no perderse y saber qué decir a cada uno como si fueran una guía práctica de ese alrededor caluroso y ceñido que los mantenía en una especie de corral con polvo, mezclados con las gallinas, las cabras y unas vacas flacas y huesudas como esqueletos disfrazados con cuero.

El Comandante había dibujado con palabras a la señora Nmunguê “cuya ventana siempre canta. A veces, cuando ando como un equipaje extranjero por la calle hinchada de otras penas, me detengo junto a la ventana y la escucho cantar. La señora Nmunguê canta como un pájaro valiente que ha nacido para ser eterno. Un pájaro que le enseñará a cantar al resto de los pájaros para que les regresen otra vez las alas”.

El calor era intenso en aquella pequeña ciudad, de modo que los interiores de las casas se mantenían a oscuras, reclamando una frescura atenta en la que relajar el corazón.
Paloma había optado también por oscurecer de igual forma el despacho donde había terminado por asentar su dominio analista, para evitar esa invasión de un sol desmesurado que lo quemara todo antes de tiempo.

En ese interior umbroso, lleno de archivos que servían de poco y para los que aguardaba impaciente una orden de desalojo que el Sr. Hiroshi nunca producía, Paloma se sentía a veces como en un baúl lleno con libros de cuentos. Casi como un refugio en una ciudadela hecha de fantasías y de tierra.

Leía con fruición aquellas hojas abundantes aunque de breve contenido y se dejaba llevar por el idioma como por un perfume de la infancia, de esos perfumes que nos devuelven la felicidad, solía decirle a Kioni.

La teniente había descubierto al fin “la aventura de leer al jefe” que Paloma ocultó cuanto pudo. 

Kioni la regañó al comienzo, con un fastidio lento que pecaba de cómplice frente al entusiasmo de la otra por aquellas descripciones mágicas y terminó condescendiendo con el descubrimiento de otro mundo que Paloma le explicaba antes de que a las dos las alcanzara el sueño.

—Está bien. Pero deja todo como estaba, antes de que vuelva. El día que vuelve, todo debe estar en su lugar…No quiero que ya te mire mal desde el comienzo. Para echártelo en contra tendrás tiempo– había aceptado la teniente aquel afán lector que Paloma demostraba.

Kioni no hablaba demasiado a menos que algo la enojara pero le gustaba hacer gestos con la cabeza o con la boca. A veces también los hacía con la mano. Siempre decía poco de sí misma.

Paloma le había hecho solo exiguas preguntas que la reticencia de Kioni congeló. 
Para contarle de los suyos propios, Paloma había comenzado preguntándole por sus padres, casi como una estrategia comunicacional que la acercara a aquella compañera rústica y masculina con la que compartía la habitación nocturna.

Kioni, desde la cama contigua a la ventana pequeña que daba sobre el patio, dijo: “muertos”. Pero fue el tono de aquella palabra lo que alertó a Paloma de que en ese terreno no convenía pisar. Murmuró un “lo siento” suave, al que la otra contestó con un gruñido como hacían los hombres del equipo y todo lo posterior fue un gran silencio.
Largo rato después Kioni volvió la mirada hacia su compañera.

—¿Y los tuyos?– quiso saber–¿Tienes?

Los ojos negros estudiaban a Paloma con gesto pacífico.

—No me llevo bien con ellos. Hace demasiado tiempo que no me llevo bien con ellos.

—¿Estás buscando acercarte o alejarte?– quiso saber Kioni, ahora sin mirarla y con los ojos fijos en la pared contraria a las camas.

—No creo que me extrañen.– replicó Paloma.

—¿Y tú?¿Tú los extrañas?.. Yo casi no recuerdo a los míos. Son como figuras en los sueños.–agregó Kioni, casi inmediatamente a su pregunta– No se extrañan las figuras en los sueños. 

Ambas callaron. Luego Paloma apagó la luz.

Fue Kioni quien le enseñó con uno de sus gestos el hogar de la señora Nmunguê.

Paloma vio allí a la mujer, munífica y ancha, desplegarse como una fuerza múltiple capaz de detener tormentas y cañones.

Daba clase a los niños en el patio, bajo árboles menudos, en largas mesas de tablas y el sonido era amable y pródigo.

Había niños sin manos en su patio, sin brazos, niños con piernas amputadas y otros que parecían lejos, lejísimo de allí, sentados mudos dentro de una jaula de la que no salían para mirar la vida. “Niños amputados desde adentro hacia afuera”, había leído Paloma en los textos del Comandante que hablaban de la señora Nmunguê, cuando él habló también de todos esos niños.

Pero la risa acudía y se multiplicaba. Los niños hacían ese ruido a niños, a hogares con hijos, a familia grande. La vida estaba ahí, pensó Paloma.

Decidió continuar caminando para no incomodar a la señora Nmunguê y su montón de pájaros con esa curiosidad extranjera con la que Paloma miraba el discurrir del día en aquel patio.

No supo recordar si en su hogar había percibido ese ruido a familia numerosa que se expandía por sobre el calor mientras atardecía lentamente en la ciudad.

Quizás sí, ella y sus hermanos alborotaban en el jardín igual que los niños de la señora Nmunguê y su madre les servía refresco de limón bajo la pérgola, pero Paloma no alcanzaba a recordarlo. Su madre se iba borrando suavemente de todas sus vivencias como un fantasma que huye de la luz.

Su padre también era un ser esporádico que se había borrado del recuerdo, incluso mucho antes que su madre. Siempre estaba ocupado en su trabajo, en su negocio y en su vida de hombre muy atareado. Conversaba poco con sus hijos y no le interesaban las historias que Paloma inventaba, porque las consideraba una pérdida de tiempo y un desgaste inútil de los recursos de la mente. 

Los niños de la señora Nmunguê contaban cuentos formando un corro. Se escuchaban unos a otros con los ojos muy abiertos y asombrados y la boca anhelante de aire libre.
Paloma los observó con ansiedad, luego de intentar alejarse varios pasos que no se la llevaron. 

Permaneció en la calle, mirando hacia el jardín, como si la señora Nmunguê le hubiera rescatado a ella también la infancia en que todos los cuentos son posibles.


(De: El pájaro de seda - fragmento de la primera parte)


13 de enero de 2014

Leopoldo Marechal: una invitación al pensar

El primer apólogo chino

Cuando Leopoldo Marechal concibió este cuento, probablemente apuntaba a combatir las formas  más vulgares y cotidianas de argumentación. Por ejemplo, que un argumento es bueno por la falacia de “la mayoría lo cree así”; o “por principio de autoridad”  o apelando a la descalificación “por el origen del argumento”.  Un texto breve del gran escritor que pertenece a su libro "Cuaderno de navegación" del año 1966.

El maestro Chuang tenía un discípulo llamado Tseyü, el cual, sin abandonar sus estudios filosóficos, trabajaba como tenedor de libros en una manufactura de porcelanas. Una vez Tseyü le dijo a Chuang:

-Maestro, has de saber que mi patrón acaba de reprocharme, no sin acritud, las horas que pierdo, según él, en abstracciones filosóficas. Y me ha dicho una sentencia que ha turbado mi entendimiento.

-¿Qué sentencia? -le preguntó Chuang.

-Que "primero es vivir y luego filosofar" -contestó Tseyü con aire devoto-.

¿Qué te parece, maestro?

Sin decir una sola palabra, el maestro Chuang le dio a Tseyü en la mejilla derecha un bofetón enérgico y a la vez desapasionado; tras lo cual tomó una regadera y se fue a regar un duraznero suyo que a la sazón estaba lleno de flores primaverales.

El discípulo Tseyü, lejos de resentirse, entendió que aquella bofetada tenía un picante valor didáctico. Por lo cual, en los días que siguieron, se dedicó a recabar otras opiniones acerca del aforismo que tanto le preocupaba. Resolvió entonces prescindir de los comerciantes y manufactureros (gentes de un pragmatismo tan visible como sospechoso), y acudió a los funcionarios de la Administración Pública, hombre vestidos de prudencia y calzados de sensatez. Y todos ellos, desde el Primer Secretario hasta los oficiales de tercera, convenían en sostener que primero era vivir y luego filosofar. Ya bastante seguro, Tseyü volvió a Chuang y le dijo:

-Maestro, durante un mes he consultado nuestro asunto con hombres de gran experiencia. Y todos están de acuerdo con el aforismo de mi patrón. ¿Qué me dices ahora?

Meditativo y justo, Chuang le dio una bofetada en la mejilla izquierda; y se fue a estudiar su duraznero, que ya tenía hojas verdes y frutas en agraz.

Entonces el abofeteado Tseyü entendió que la Administración Pública era un batracio muy engañoso. Advertido lo cual resolvió levantar la puntería de sus consultas y apelar a la ciencia de los magistrados judiciales, de los médicos psiquiatras, de los astrofísicos, de los generales en actividad y de los mas ostentosos representantes de la Curia. Y afirmaron todos, bajo palabra de honor, que primero había que vivir, y luego filosofar, si quedaba tiempo. Con mucho ánimo, Tseyü visitó a Chuang y le habló así:

-Maestro, acabo de agotar la jerarquía de los intelectos humanos; y todos juran que la sentencia de mi patrón es tan exacta como útil. ¿Qué debo hacer?

Dulce y meticuloso, Chuang hizo girar a su discípulo de tal modo que le presentase la región dorsal. Y luego, con geométrica exactitud, le ubicó un puntapié didascálico entre las dos nalgas. Hecho lo cual, y acercándose al duraznero, se puso a librar sus frutas de las hojas excesivas que no dejaban pasar los rayos del sol. Tseyü, que había caído de bruces, pensó, con el rostro en la hierba, que aquel puntapié matemático no era otra cosa, en el fondo, que un llamado a la razón pura. Se incorporó entonces, dedicó a Chuang una reverencia y se alejó con el pensamiento fijo en la tarea que debía cumplir.

En realidad a Tseyü no le faltaba tiempo: su jefe lo había despedido tres días antes por negligencias reiteradas, y Tseyü conocía por fin el verdadero gusto de la libertad. Como un atleta del raciocinio, ayunó tres días y tres noches; limpió cuidadosamente su tubo intestinal; y no bien rayó el alba, se dirigió a las afueras, con los pies calientes y el occipital fresco, tal como lo requiere la preceptiva de la meditación.

Tseyü estableció su cuartel general en la cabaña de un eremita ya difunto que se había distinguido por su conocimiento del Tao: frente a la cabaña, en una plazuela natural que bordeaban perales y ciruelos, Tseyü trazó un círculo de ocho varas de diámetro y se ubicó en el centro, bien sentado a la chinesca. Defendido ya de las posibles irrupciones terrestres, no dejó de temer, en este punto, las interferencias del orden psíquico, tan hostiles a una verdadera concentración. Por lo cual, len la órbita de su pensamiento, dibujó también un círculo riguroso dentro del cual sólo cabía la sentencia: "Primero vivir, luego filosofar."

Una semana permaneció Tseyü encerrado en su doble círculo. Al promediar el último día, se incorporó al fin: hizo diez flexiones de tronco para desentumecerse y diez flexiones de cerebro para desconcentrarse. Tranquilo, bajo un mediodía que lo arponeaba de sol, Tseyü se dirigió a la casa de Chuang, y tras una reverencia le dijo:

-Maestro, he reflexionado.

-¿En qué has reflexionado? -le preguntó Chuang.

-En aquella sentencia de mi ex patrón. Estaba yo en el centro del círculo y me pregunté: "¿Desde su comienzo hasta su fin no es la vida humana un accionar constante?" Y me respondí: "En efecto, la vida es un accionar constante." Me pregunté de nuevo: "Todo accionar del hombre no debe responder a un Fin inteligente, necesario y bueno?" Y me respondí a mí mismo: "Tseyü, dices muy bien." Y volví a preguntarme: "¿Cuándo se ha de meditar ese Fin, antes o después de la acción?" Y mi respuesta fue; "antes de la acción; porque una acción libre de toda ley inteligente que la preceda va sin gobierno y sólo cuaja en estupidez o locura." Maestro, en este punto de mi teorema me dije yo: "Entonces, primero filosofar y luego vivir."

Tseyü no aventuró ningún otro sonido. Antes bien, con los ojos en el suelo, aguardó la respuesta de Chuang, ignorando aún si tomaría la forma de un puntapié o de una bofetada. Pero Chuang, cuyo rostro de yeso nada traducía, se dirigió a su duraznero, arrancó el durazno más hermoso y lo depositó en la mano temblante de su discípulo.


FUENTE: Suplemento cultura/ead/elarcadigital - 583


9 de enero de 2014

Elogio de la duda.-Bertolt Brecht

¡Alabada sea la duda! Os lo aconsejo:
Saludadme con afable respeto
A quien pondere vuestra palabra como a falsa moneda.
Que yo os querría avisados, y que no dierais
Vuestra palabra por descontada.

Leed la historia, y ved
Los invulnerables ejércitos en descompuesta fuga.
Por doquiera
Se desploman indestructibles fortalezas, y
De aquella Armada Invencible que partió
Con un sinnúmero de naves,
Contadas regresaron.

Hete aquí que un día coronó un hombre
Una cima inaccesible
Y un barco alcanzó el confín
Del mar infinito.
¡Hermoso gesto, sacudir la cabeza
Ante la indiscutible verdad!
¡Qué valiente, el médico
Que cura al enfermo desahuciado!
Pero la más hermosa de todas las dudas,
La de los exánimes, la de los desesperados
Que levantan cabeza
Y dejan de creer
En la fuerza de sus opresores.

¡Ah, cuánta brega pugnaz, hasta sentar el principio!
¡La de sacrificios que costó!
Que es así, y no de tal otra manera,
¡Qué difícil resultó llegar a verlo!
Con un suspiro de alivio lo escribió un humano un día
En el libro de registros del saber.
Tal vez siga allí escrito mucho tiempo y muchas generaciones
Vivan con él y lo vean como sabiduría eterna
Y desprecien los enterados a quienquiera lo desconozca.
Y entonces podría darse que surgiera un recelo, pues nuevas experiencias
Hacen sospechoso el principio, y se despierta la duda.
Y que otro día, por cautela, tachara otro humano el principio
En el libro de registros del saber.

Asediado por un rugir de órdenes, inspeccionado
En su virtud, examinado por barbiluengos doctores,
Conminado por seres radiantes munidos de áureos distintivos,
Intimado por solemnes Papas a golpe de libro escrito por el propio Dios, instruido
Por impacientes maestros: así se halla el pobre, que ha de oírse
Que el mundo es el mejor de los mundos, y que la gotera
De su cuartucho por Dios mismo ha sido ideada.
Lo tiene realmente difícil
Para dudar de este mundo.
Anegado en sudor, construye el hombre la casa
En la que no habrá de vivir.
Pero también suda a mares quien construye
Su propia casa

Los irreflexivos nunca dudan.
Su digestión es brillante, su juicio, infalible.
No creen en los hechos; sólo se creen a sí propios. Si preciso es,
Los hechos deben creerles a ellos.
Su paciencia consigo mismos
Es ilimitada; a los argumentos,
Prestan oídos de espía.

Frente a los irreflexivos, que nunca dudan,
Están los meditabundos,
Que nunca actúan.
No dudan para venir a la decisión, sino
Para desertar de la decisión. De la cabeza
Se sirven sólo para sacudirla. Tan seriecitos
Advertirán de los peligros del agua
A los pasajeros del barco que se hunde.
Bajo el hacha del asesino,
Se preguntarán si no es también él un ser humano.
Se van a la cama mascullando
Que la cosa no está aún cabalmente pensada.
Su acción consiste en vacilar.
Su sentencia favorita: no está listo para sentencia.

Cuando alabéis la duda –ni que decir tiene—,
No la confundáis con la
Irresolución sin esperanza.
¿De qué le vale dudar
A quien no puede decidirse?
Quien con razones insuficientes se conforma
Puede equivocarse en la acción;
Inerme siempre ante el peligro queda
Quien demasiadas necesita.

Y tú que eres dirigente, no olvides
Que lo eres porque antes dudaste de los dirigentes.
¡Permite, pues, a los dirigidos
Dudar!